Brasil, país de fútbol y violencia
12/12/13 14:31POR GERMÁN ARANDA
Iba yo una soleada tarde del pasado mes de marzo paseando por la “pacificada” favela Rocinha con mi amigo y fotógrafo Chema Llanos. Nos metimos por un callejón y nos encontramos con una amable mujer algo mayor para subir sola la compra por las empinadas escaleras que llevaban a su casa. Conversábamos tranquilamente y esperábamos a que tomara aire para ayudarle a subir las bolsas cuando apareció un chaval de unos veinte años con los ojos rojos y en bermudas, sin camiseta, y nos apuntó con una pistola.
La mujer apenas se inmutó: “No os preocupéis, este es del barrio”, nos decía. “Déjalos, que son gringos”, le pedía muy tranquilamente al joven, que seguía apuntándonos visiblemente enfadado y, en su nube de marihuana, respondía gritando: “¡Gringos no son, que lleva la misma camiseta que un P2 (policía secreto)!”. “¡Levántate la camiseta y pásame la mochila!”. Cuando vio que en la bolsa había una cámara de fotos y no un arma, como esperaba, y empezó a percibir claramente nuestro acento extranjero, le cambió la cara. “Aaaah, gringos, ¡bienvendidos!, os podéis quedar un rato aquí si queréis, buen rollo”, nos dijo sonriente y ya con la pistola abajo. Casi nos hicimos amigos.
Llevo poco más de dos años en Brasil y la violencia nunca me ha golpeado hasta hacerme daño en mis propias carnes. Al contrario, siempre digo que el brasileño es un tipo pacífico al que con contacto físico, una sonrisa y una disculpa es más fácil de tranquilizar que a un inglés o a un español malhumorado. Pero la violencia, aún cuando no estalla, se huele, está al acecho, y por eso un episodio como la batalla campal del pasado domingo en el estadio del Atlético Paranaense no es precisamente el que más me sorprende, por mucho que alarme y escandalice al mundo entero.
Por una parte, me parece necesario aprovechar la atención mediática que atrae un país como Brasil por el hecho de estar camino al Mundial para que se conozcan los entresijos de su sociedad, las bondades de su cultura y también las injusticias que se cometen. Por otra, me irrita y me parece injusto que toda aquella violencia que sea más próxima al torneo tenga una repercusión mayor debido a que tiene relación con el fútbol o a que el afectado es un turista o un tipo de clase alta.
“Podrías ser tú”, parece que se le dice al lector burgués e internacional. Mientras tanto, la mayoría de las miles de personas que mueren cada año asesinadas (50.108 durante el año 2012 según el Anuario Estadístico de Fórum Brasileño de Seguridad Pública) serán siempre anónimas. Y algunas también son víctimas directas de la policía. Los agentes mataron unas cinco personas por día en 2013, según un adelanto del diario “O Globo” de la versión actualizada del mismo informe, todavía no publicado.
Es estremecedoramente fácil conocer de cerca estas historias. Hace ahora un año, tuve la ocasión de visitar la casa y conocer a la familia de Matheus, un niño que tenía ocho años cuando fue alcanzado por una bala de un policía militar en la nuca al salir de su casa de la favela de Maré en Río de Janeiro para comprar algo de desayuno. La marca de la bala sigue aún en la puerta metálica mientras sus hermanos juguetean delante de ella.
La relación entre los episodios del pasado domingo y el contexto de violencia en el país no es mía. Usando estadísticas como estas, Fernando Graziani se preguntaba en su blog de la revista “Carta Capital“: “¿Impactado con la violencia en los estadios? ¿En qué país te crees que vives?”. Y calculaba: “Con esos datos, es fácil hacer una cuenta. Durante los noventa minutos de un partido de fútbol (…) mueren asesinadas en Brasil entre ocho o nueve personas”. Y añadía un dato que me parece relevante y que no se encuentra tan intensamente arraigado en el debate social como el de los homicidios: murieron en Brasil 50.000 personas en las carreteras en 2012. Los informes de la Unión Europea dicen que ese mismo año fallecieron 28.000 sumando todos los países miembros, sobre una población unos 500 millones de personas, más del doble que en Brasil.
En un país donde los homicidios tienen lugar predominantemente en sitios marginales y donde un negro tiene muchas más probabilidades de ser asesinado, así pues, un visitante durante la Copa o alguien de clase alta seguramente tenga más peligro a bordo de un autobús en Río de Janeiro. Sí, esa forma de conducir es una de las cosas que más llama la atención a quienes visitan la ciudad y sí, eso también es violencia, aunque reconozco haberme reído muchas veces por la emoción de verme a bordo de una atracción de feria.
La semana pasada, volviendo a casa a primera hora de la mañana, tuve que recorrer a pie una carretera cortada porque el autobús que pasó por allí unos minutos antes del que yo ocupaba había chocado con otro que venía en sentido contrario. Alrededor de una decena de heridos leves sangraban y lloraban impotentes en el costado de la carretera sin que hubiera llegado una ambulancia pese a que habían pasado unos diez minutos desde el accidente. Me mosqueó mucho más de lo que me sorprendió. ¿Qué esperáis?, me preguntaba después de haber experimentado centenares de veces conducciones temerarias, cuando no suicidas.
Hace unos días al volver de fiesta, de nuevo de la Rocinha, me enteré de que en esa misma favela, donde también fue torturado y asesinado el obrero Amarildo de Souza, en julio pasado, hubo un tiroteo mientras yo me divertía, aunque no lo escuché. Otro día, caminando por la favela Vidigal, me encontré con un fusil de la policía apuntándome a la altura de la cara. No a mí intencionadamente, sino que al girar una esquina el agente estaba en esa posición de asalto. Sus compañeros me aseguraron que eso era normal, rutinario. En otro episodio más divertido, un camarero tuvo que apartar con sumo cuidado y pidiendo permiso los enormes fusiles de dos policias que, apoyados sobre una silla, le impedían pasar entre dos mesas.
Hablan los números, pero hablan también, en mi caso, vivencias propias y cercanas: Brasil es el país del fútbol, sí, y el de la samba. Y es sumamente acogedor, pero también es el país de la violencia. O al menos uno de ellos. Y si eso es una preocupación para mí, que soy -como la mayoría de los que vendrán al Mundial- un hombre occidental, blanco y heterosexual, y por tanto no pertenezco a ninguna de las minorías históricamente maltratadas en este país y en el mundo, imaginen cómo es para aquellos que viven en la cara B de la vida.
Y si son las minorías y los marginales quienes más peligran, no es difícil concluir que la mejor arma contra la violencia social es erradicar la desigualdad e invertir de manera inteligente y apasionada en educación, si bien hay que reconocerle al gobierno actual su creciente esfuerzo en esta área.
Así que cuando me preguntan si necesitaba Brasil ser sede de este Mundial, replico con otra pregunta: ¿Ayudará a reducir la desigualdad? ¿A que se construyan más escuelas u hospitales? No tengo una respuesta exacta a estas preguntas. Es más exacta la cifra de 8.000 millones de reales (unos 3.400 millones de dólares actuales) gastados hasta ahora en trece estadios , muchos de los cuales caerán en desuso -o casi- después del torneo.