Río, partitura y Yemanyá
12/05/15 14:46POR GABRIEL BAYARRI, DE RÍO DE JANEIRO
Gabriel Bayarri (g.bayarritoscano@gmail.com) es español, estudiante e investigador de la Universidad Federal Fluminense (UFF). Nos acompaña con una serie de textos en los que aborda parte de su investigación sobre las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en las favelas de Río de Janeiro.
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Fue nuevamente un negro anciano el encargado de darme la lección en la favela: “Ustedes, los gringos, no consiguen mover los pies”, dijo. Y de un brinco agarró un tamborín y comenzó a emitir un ritmo agudo, acompasado, batiendo con su bastón, antigua pierna de una banqueta descompuesta.
El viejo despertó a los gallos y se inició así el ritual sonoro del día 29 de abril, el día mundial de la danza.
La favela se levantó vibrando y el aroma de alcantarillado y acarayé quedó limitado por una percusión que hacía aflorar al resto de los sentidos. Escuché la percusión, olvidando entonces todas las artimañas racionalistas europeas, creadoras del orden repetitivo, de nuestro día a día, y me dejé llevar por la partitura.
Provenía de un continente al que llamaban de “civilizado”, cuyas normas estrictas se fundaban en los criterios más antiguos, con una economía y sociedad hechas pedazos, pero donde no había más remedio que someterse al imperio de la razón.
El viejo bailó hasta la cena, cuando la favela comenzó a desprender un aroma a ropa vieja, de refrito de frijoles. Danzó las sambas que durante años fueron perfeccionados en las escuelas carnavalescas de los morros, aportando al origen afro-indígena de la música los ritmos urbanos, los instrumentos del cavaquinho y el pandero.
El anciano fue realizando pequeñas modificaciones en el compás hasta alcanzar el baile derivado del pagode, buscando la perfección estética, aquella que fundía la punta de sus pies con la propia tierra, buscando aquella estética que había ido puliendo, como un artesano, desde que comenzó a caminar.
Sus piernas narraban el conocimiento de generaciones de esclavos, sus movimientos conocían la realidad de la desigualdad, sus manos teatralizaban algoritmos complejos, teorías económicas, políticas públicas capaces de extraer a su familia del fondo de la miseria crónica de las favelas brasileñas. Concluyó la danza con una marcha in crescendo, que relataba las situaciones miserables de su pueblo.
Con sus zancadas se interpretaron los gigantes movimientos sociales que vapulean el país desde hace dos años. Su respiración entrecortada expulsaba el anhelo de un país que todavía posee un 10% de su pueblo analfabeto, un 20% funcional, un país que concentra en la élite formada por un 10% de la población más del 75% de la riqueza.
En su sátira feroz el viejo pisó fuerte al ritmo del último compás. Pisó fuerte sobre la corrupción de toda la casta política, contra las 50.000 mujeres violadas por año, contra los más de 45.000 homicidios anuales, contra los bajos salarios de unos profesores de escuelas fundamentales, que llegan a alcanzar unos mínimos de 700 reales mensuales (aproximadamente 220 dólares) y que son apaleados por la Policía Militar cuando tratan de manifestarse.
Pisó con sus chanclas contra la tasa de abandono escolar del 56% de los adolescentes y contra la falta de saneamiento básico, aplastando charcos de barro por la falta de presencia del Estado en todos los servicios básicos, cerrando una evaluación compuesta por compases, cayendo sobre su bastón, exhausto.
Ahora tenía 80 años, era un sambista arrugado y sus manos caoba desvelaban años en la obra, practicando el samba en los andamios, aupando sacos de cemento.
El viejo me explicó lo siguiente: “Fue cuando comencé a bailar, cuando empecé a entender el mundo. Hoy Yemanyá dijo al viento que llevase su brisa marina, que la aproximase a los tambores que resonaban a lo largo del día, de todo Brasil. Las ropas pesan más cuando están mojadas de sudor, pero la brisa enviada por la orixá me refresca”.
La música emitía un lenguaje propio, no siempre fácil de comprender. Un lenguaje que homenajea a este día, una manifestación artística capaz de atravesar cualquier barrera política, cultural o étnica y alargar el brazo, intentando juntar el mundo.
Era su crítica, el arma simbólica del viejo, que con sus pasos lanzaba un ataque feroz, una llamada a la esperanza, una lucha de tambores por un país más justo.