POR LUNA GÁMEZ () Y JOSÉ BAUTISTA (), DE RÍO DE JANEIRO
En plena vorágine nazi en Europa, un tal Stefan Zweig se mudó con su señora a Río de Janeiro y escribió un libro llamado “Brasil, país del futuro”. En los albores de este nuevo milenio los brasileños sintieron que acariciaban con la punta de los dedos ese futuro al que Zweig hacía referencia.
Brasil y otros países de América Latina vivieron su particular década de oro: la pobreza y el analfabetismo perdieron protagonismo, el hambre cedió paso a ese problema tan moderno llamado malnutrición y muchas familias humildes enviaron a sus hijos a la universidad.
Sin embargo, Brasil revive estos días algunas de sus viejas pesadillas. Dos meses después de unas elecciones marcadas por la situación económica, la reelecta Dilma Rousseff lanza los primeros mensajes de “austeridad” y nombra ministro de Economía a Joaquim Levi, un ortodoxo formado en la liberal Escuela de Chicago.
Brasil ya no es aquel joven musculoso que entró pisando fuerte en la primera división de la economía mundial hace diez años. El gigante sudamericano va dejando atrás el título de emergente y se cuelga el cartel de “convergente”.
A mitad de 2014, saltaron las alarmas cuando la economía brasileña entró en lo que la jerga financiera denomina “recesión técnica”, es decir, dos trimestres de crecimiento negativo.
La confianza de los consumidores, un indicador muy útil para medir la temperatura de la economía, cayó a niveles de 2002, época marcada por la crisis de confianza y la repetición del temido “efecto caipirinha”.
Gráficos de crecimiento PIB, inflación y confianza de los consumidores. Por Luna Gámez y José Bautista.
Brasil sufre lo que los economistas llaman estanflación: a pesar de que la economía y el consumo no crecen, los precios siguen empeñados en engordar. La inflación ya se sitúa en torno al 6,5% anual, la línea roja establecida por el gobierno de Dilma Rousseff. No es difícil encontrar el kilo de tomates a 10 reales (en torno a cuatro dólares) en los supermercados de Río de Janeiro.
“Todo se debe a la crisis internacional”
Se habló mucho de fútbol y poco de economía durante el Mundial. Brasileños y extranjeros se aferraban a su lata de cerveza y fijaban la mirada sobre la pantalla mientras institutos económicos, agencias y analistas se estremecían ante las nuevas predicciones: Brasil en recesión, Brasil y la inflación, Brasil y la especulación, ¡GOL!
Las lágrimas de los brasileños seguían humedeciendo el ambiente tras la derrota ante Alemania cuando, dos días después, el ministro de la Presidencia, Gilberto Carvalho, mano derecha de Rousseff y del ex presidente Lula, confesó en un encuentro personal: “No tenemos un remedio mágico, un mes antes de las elecciones somos conscientes de las dificultades, de la coyuntura internacional”.
La economía de Brasil no pasa por su mejor momento porque la situación internacional está fea. Ese sigue siendo el argumento number one del gobierno.
Los pesos pesados de Europa están en coma, Estados Unidos resopla de alivio por un raquítico 2% de crecimiento, el real se devaluó un 8% frente al dólar este año (lo que encarece las importaciones) y los principales indicadores macroeconómicos de China, primer destino de las exportaciones brasileñas, emprenden el descenso tras dos décadas de intensa escalada. Carvalho tenía razón…pero no toda.
Recordemos que Brasil hizo bien los deberes durante lo peor de la crisis (2009) y la hecatombe financiera apenas le salpicó los talones. En 2010, el gigante sudamericano creció nada más y nada menos que un 7,5%. Aunque lo peor de la crisis quedó atrás, las autoridades brasileñas siguen escasas de humildad para reconocer sus desaciertos.
Para empezar, Brasil conserva las debilidades del pasado: ahora no depende abiertamente de Estados Unidos, sino de China; ya no tiembla cuando cae el precio del café o del caucho, sino cuando se abaratan los metales, el petróleo y ciertos alimentos como la soja y el azúcar (ver gráficos más abajo).
Brasil y sus vecinos redistribuyeron la abundancia en época de vacas gordas pero no supieron diversificarse ni moderar el optimismo. Ahora llegaron los tiempos de vacas flacas.
Gráficos con precios de ciertas materias primas. Por Luna Gámez y José Bautista.
Brasil, que todavía está de resaca tras albergar el Mundial más caro de la historia (en torno a 12.000 millones de dólares frente a los 3500 que el gobierno estimó inicialmente, sin mencionar el impacto de los días festivos decretados), tiene que importar petróleo refinado porque no tiene capacidad para procesar sus reservas, las mayores de la región por detrás de Venezuela.
Ni la exención de impuestos a los 34.000 millones de dólares generados por la FIFA y sus socios, ni la polémica decisión de disminuir y anular las multas millonarias a grandes empresas, ayudan al Estado brasileño a afrontar sus responsabilidades.
Ahora Brasil busca financiación privada en los mercados internacionales y su deuda pública escala al 60%, mientras que los ahorros de las familias caen a su nivel más bajo de los últimos 14 años y el gobierno desenfunda la “tijera del ahorro”.
Hará falta un milagro para que los recortes no vayan directamente hacia los programas de distribución de renta que mantienen en la frontera de la pobreza a millones de brasileños.
Otro pequeño reproche: las cifras oficiales esconden la verdad.
El 40% de los trabajadores brasileños se gana la vida recogiendo latas (catadores), vendiendo pañuelos en los semáforos y realizando otras actividades sin ningún tipo de contrato o paraguas legal, mientras el gobierno se felicita porque el desempleo es del 5% y califica como clase media a las familias que ingresan más de 540 dólares al mes. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
“El problema es que no llueve”
El clima está cambiando a marchas forzadas y los brasileños están entre los primeros en sentirlo en carne propia.
Varias regiones de este gigantesco país sufren la peor sequía de las últimas tres décadas, entre ellas São Paulo, corazón industrial y financiero de la mayor economía de América Latina. La lluvia debería llenar de agua las represas hidroeléctricas de Brasil, que producen más de dos tercios de la electricidad que consumen los brasileños.
El gobierno puso en marcha un plan de emergencia en febrero de 2014 para acelerar la producción de energía en centrales termoeléctricas, que funcionan con combustibles fósiles, contaminan una barbaridad y son caras.
Resultado: el precio de la luz subió y todos lo notaron, desde las fábricas y los restaurantes hasta los hogares. Además, la falta de lluvia merma las cosechas, lo que da lugar a escasez de alimentos y aumento de los precios. La inflación de Brasil tiene mucho que ver con la sequía, cierto…pero hay más explicaciones.
El gobierno brasileño negó durante mucho tiempo los riesgos de la sequía. Izabella Teixeira, ministra de Medio Ambiente, se sintió ofendida en julio al ser interrogada sobre el derroche energético en Brasil (minutos antes presumía de los eficientes estadios construidos para el Mundial).
Varios medios de comunicación y políticos alimentan el miedo a los apagones eléctricos y a que se repitan los racionamientos de energía que Brasil vivió en 2001, mientras el gobierno responde con otra exageración: la sequía es “transitoria” y no es un problema mayor, por lo que no hay nada de qué preocuparse.
Por otro lado, los brasileños cada vez son más numerosos y consumen más. Sin embargo el nivel de producción industrial de Brasil disminuyó en los últimos años y los elevados intereses de los préstamos repelen a los empresarios que deberían invertir para ampliar la capacidad productiva del país. Al haber menos oferta y más demanda que antes, los precios aumentan.
La economista Dilma Rousseff apostó fuerte por la inversión pública en infraestructura (carreteras, aeropuertos, etc.) pero dejó en segundo plano la capacidad productiva. Ahora el gobierno comenta las dificultades de la sequía mientras cierra el grifo del crédito para que los precios dejen de subir. Hace una semana supimos que el Banco Central de Brasil elevó al 11,75% los tipos de interés (precio que pagan los bancos por comprar dinero al Estado).
“Los brasileños son corruptos y perezosos”
Un argumento triste, doloroso y carente de base que se desmonta por sí solo. Empecemos por la corrupción: la patronal industrial de São Paulo calcula que la corrupción es una herida por la que cada año se desangra el 2,3% del PIB brasileño.
Este mes Transparencia Internacional situó a Brasil en el puesto 69 del Índice de Percepción de la Corrupción, junto a Italia y Senegal. La corrupción es un serio problema y el gobierno de Rousseff está dando pasos firmes para combatirla (véase la ambiciosa ley aprobada en mayo contra la evasión fiscal y la corrupción política), pero no es la principal causante del enfriamiento económico.
Mientras tanto, la pereza es uno de los prejuicios propios que persisten en el imaginario de muchos brasileños. Ese argumento también se cae con una ligera brisa: los brasileños son trabajadores y dedican una media de 44 horas semanales a su labor, más que los japoneses (43 horas), los chinos (40 horas) y los alemanes (38).
La falta de tecnología, los bajos niveles de formación y los problemas sociales son los verdaderos causantes de la baja productividad de Brasil que muchos confunden con la pereza.
“La productividad no depende tanto de la cualificación del trabajador, sino de la intensidad con que las innovaciones tecnológicas son implementadas en el proceso productivo”, dijo recientemente un economista de la Universidad de Campinas (São Paulo) a la cadena británica BBC.
A pesar de las interminables jornadas laborales y los bajos salarios, cada trabajador brasileño produce una media de 10,8 dólares por hora, mientras que en Argentina la media es de 13,9 dólares y en México 16,8.
De momento, ya han puesto las primeras piedras: Brasil lleva varios años promoviendo los cursos de formación profesional, acelerando su presupuesto para investigación y financiando a pequeñas y medianas empresas para que inviertan en nuevas tecnologías e innovación.
Brasil cuenta con todos los ingredientes para dejar de ser el “país del futuro” y convertirse en el país del presente. Con todos menos uno: la memoria para no repetir los errores del pasado que hoy vuelven a pasar factura.