Gramacho: Impresiones de la vida en el vertedero
20/06/14 11:23Por Gabriel Bayarri, de Río de Janeiro
Gabriel Bayarri (g.bayarritoscano@gmail.com) es español, estudiante e investigador de la Universidad Federal Fluminense (UFF) y nos acompañará con una serie de textos cada 15 días en los que abordará parte de su investigación sobre las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en las favelas de Río de Janeiro.
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En la vida de los gobiernos hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que han sido conquistados. Se trata de un resquicio de melancolía, de ellos mismos saber que pronto renunciarán a conocerlos y a comprenderlos.
Quizá las fronteras, pensó tal vez algún político, son sólo un zodíaco de fantasmas de la mente y así, los recolectores de basura del antiguo vertedero de Jardín Gramacho, situado en el municipio de Duque de Caxias, a 30 kilómetros al norte de la ciudad de Río de Janeiro, son rozados apenas con la mirada por un gobierno que contrabandea sus estados de miseria, donde la pocilga se convierte en un ensanche del propio hogar.
Conocí Gramacho en el invierno de agosto de 2013. La historia cuenta que en 1978 se decidió que la región de Duque de Caxias albergaría el mayor vertedero de América Latina y, absorbiendo los residuos del Estado de Río de Janeiro, Gramacho llegó a convertirse en uno de los mayores vertederos del mundo.
El éxodo de la fauna salvaje a causa de la deforestación en la región fue sustituida por la emigración humana; cientos de personas, nordestinos principalmente, buscaban en esta mina de residuos una vida mejor y comenzaron a recoger material reutilizable, para venderlo.
Pasaron las décadas hasta que en 2012, antes de cerrarse definitivamente el vertedero, 1603 recolectores, cuyo pasado había sido enterrado en la basura, fueron obligados a abandonar Gramacho.
Cada recolector recibió una indemnización de 15.000 reales (unos 5000 dólares) del ayuntamiento de Río de Janeiro para rehacer y dignificar su vida desde el comienzo. Pero sin planificación económica, el pequeño patrimonio se desvaneció rápido y los antiguos recolectores fueron asentándose alrededor del vertedero, en un anillo de favela, sin lugar a donde ir.
Cuentan sus habitantes que fue entonces cuando llegó la mafia de la basura, cuando los camiones de empresas concesionarias encargadas de transportar los residuos al Centro de Tratamiento de Residuos de Seropédica (CTR), ciudad de la región metropolitana de Río de Janeiro, comenzaron a desviar su rumbo, dejando parte de su mercancía en el nuevo suburbio del antiguo vertedero de Gramacho.
Bullían hordas de sobrevivientes movidos por la necesidad de los proscritos, y hacían lo que siempre hicieron en el vertedero: recolectar basura, hurgar, juntar restos y remendar objetos reciclables, como pájaros haciendo sus nidos, exhumando recuerdos ancestrales entre la basura.
El suelo en Gramacho se compone de todo lo que un vertedero ofrece, con montañas de algodón, plástico, verduras, un arcoíris de restos, papeles, cartulinas, cartas de amores perdidos, chanclas de niños que crecieron, olvidos del pasado.
El olor se compone por la mezcolanza del lado oscuro que tiene la fétida cultura del consumo humano. Huele a ropa vieja, a cloaca a cielo abierto, que se entremezcla con fresas rancias y el pedazo de una papaya pasada.
La mirada extranjera recorre el vertedero como páginas escritas: ¿Cómo es verdaderamente la sociedad bajo esta envoltura de deshechos? El ojo nativo del recolector de material reciclable no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas.
Incluso los deshechos de la basura valen no por sí mismos, sino como símbolos de otras cosas. Y así, la subjetividad se materializa en la percepción de los objetos, extremándose la naturalidad de la relación entre los desechos y sus habitantes.
En mi visita conocí también a una niña, de seis años, con corona de princesa. Ella era la princesa del huerto basural, un río negro, un palacio de madera, con tres puertas, un techo de lata, un suelo con los restos de todos los cariocas, una “boca de fumo” a su derecha, un cerdo bien alimentado y el sueño de llegar hasta Europa en autobús.
La princesa, a su corta edad, conocía mejor que los ancianos adinerados lo que consume toda la población de Río de Janeiro, pues tenía una muestra de la realidad a sus pies. Soñaba con tener lo inmaterial. Una cultura materialista que paradójicamente hinchó a los pobres del vertedero con material hasta las rodillas.
El programa de ayuda económica nacional para familias de extrema pobreza, llamado “Bolsa Familia” (de aproximadamente 60 dólares por mes), no llegó para la princesita, que no consiguió plaza en el colegio local, requisito imprescindible para acceder a la ayuda del gobierno federal.
Descalza, poseía un osito de peluche al que le faltaba un brazo, viejo recuerdo de algún desapegado. Los niños espantaban buitres al soltar cometas de papel y brillaban a contraluz pedazos de cristal encolados a su cuerda, entrelazando y cortando las cometas de los amigos, un mosaico en el cielo de los miserables.
Sin educación, engrosando el analfabetismo nacional, confundían “sociedad” con “suciedad”. Los niños hacían su mundo, de fantasía, con la basura de otros niños más ricos, convirtiendo en arte vidrios cortados o metales oxidados, en una irresponsable licencia de la imaginación.
La princesa espantó a un puerco de media tonelada que dormía en su colchón, lanzándole un zapato y un viejo videojuego. Grotesco, enorme, se alzó como pudo ante la intolerancia de la niñita y huyó unos metros, más allá de la línea imaginaria de la propiedad.
El escritor irlandés James Joyce describió en su libro “Ulises” que un fantasma es un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, o por cambios de costumbres.
Y es por ausencia que se convirtieron en fantasmas todos los habitantes del antiguo vertedero de Gramacho, donde la pacificación no llegó, ni tampoco los grandes eventos deportivos, pues en allí se juega al fútbol sin zapatos, y el balón es un pedazo de esponja.
El recolector de basura, al igual que los fantasmas, es sólo una aparición onírica, recuerdo del sueño nocturno, lejano de estar presente en la cotidiana realidad. Son los recolectores buscadores de recuerdos agentes contra el olvido que, paradójicamente, han sido olvidados por el resto de la sociedad.
Excelente texto!