El contrato social de los niños
30/01/14 14:44POR GABRIEL BAYARRI
Gabriel Bayarri (g.bayarritoscano@gmail.com) es español, estudiante e investigador de la Universidad Federal Fluminense (UFF) y nos acompañará con una serie de textos cada 15 días en los que abordará parte de su investigación sobre las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en las favelas de Río de Janeiro, desde el período anterior al crimen organizado hasta las nuevas formas de pacificación y justicia dentro de las comunidades.
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En la forma que el azar y el viento dan a las nubes, los niños se empeñan en reconocer figuras. La imaginación invade lo real y, tumbados en los tejados de la favela de Santa Marta, en la zona Sur de Río de Janeiro, los niños reconocen desde ovejas hasta fusiles en el cielo: “Un cachorro, una AR-15, un frijol gigante, una zapatilla de deporte, una pelota de fútbol…”.
Durante las últimas décadas, no era difícil ver a estos niños de 12 años armados con rifles fabricados en Austria, Estados Unidos o España, participando en “la guerra del polvo”, la del blanco, la cocaína y la marihuana, que ha matado a más personas en Río de Janeiro que la Guerra de Bosnia de 1992.
El AK-47 es un fusil de asalto soviético, fabricado en más de 14 países; es el arma de fuego de mayor producción de la historia, con cerca de 80 millones de unidades manufacturadas. Diseñado por el ruso Mijaíl Kaláshnikov durante la Segunda Guerra Mundial, debido a su eficacia y precio económico (en el mercado negro se pueden llegar a encontrar a 30 dólares), es comercializado por las grandes potencias en numerosas guerrillas africanas, asiáticas y de Medio Oriente.
En América, es empleado por grupos como las FARC en Colombia o por los cárteles del narcotráfico mexicano. Y en Brasil, aunque no es comercializado, la favela es su principal usuaria.
Por muchos años los niños de Santa Marta fueron las pequeñas marionetas de este sistema maquiavélico de la industria armamentística. El AK-47 era la perla soñada por todos aquellos que se iniciaban en el narcotráfico: símbolo de prestigio, la opción de una vida mejor, resultarle atractivo a las mujeres, el comienzo más temprano de la vida sexual o tener unas zapatillas para practicar deportes. Los afortunados podían limpiar el arma del jefe, montar y desmontar la culata con su kit de herramientas y a veces hasta practicar el tiro contra las ratas.
Las ráfagas de bala alcanzaban con frecuencia el entramado de cañerías que llevaban el agua a toda la comunidad, de un tejado a otro. Así, reparar las cañerías se convirtió en una profesión para los niños, que debían escalar ágilmente entre los tejados, aprovechando después para descansar, observando las nubes en sus formas.
Los niños “fogueiteros” se encargaban de avisar cuando un extraño llegaba a la comunidad. Para ello cargaban “foguetes” (petardos) y “pipas” (cometas de papel) para soltarlas al aire. Practicaban durante el día en el cercano vertedero de Beirute y tiraban piedras a los gatos. Con su puntería atinada y cargados de cometas, trabajaban en las horas de riesgo de invasión, la madrugada, cuando los traficantes están cansados después de una noche de trabajo, habituados a vivir en el presente, en una alerta instintiva, permanente.
Los “avioncitos” eran los niños que transportaban la droga de un punto a otro de la comunidad, una prueba de responsabilidad, pues tenían vetado el uso de cualquier droga, excepto el pegamento. También complementaban su tarea como “niños mensajeros”, portadores de secretos, o difundidores de chismes en el boca a boca callejero, eran fundamentales en los sistemas de información.
Su ascenso en la jerarquía de la boca de fumo se percibía en la ropa, las marcas dejaban de ser falsificadas, con los ahorros se compraban zapatillas, pantalones y camisetas utilizados por la clase media que vive en el asfalto.
Con la pacificación que se está llevando a cabo desde 2007 en Santa Marta llegaron también los “tiburones”. Las grandes empresas miran ahora a la favela con dólares en los ojos, un posible ascenso social cercano, y están mordiendo en la carne tierna, la de los niños, fácilmente domesticables en materia de marcas para un consumo futuro. La estrategia perversa se disfraza de imagen corporativa, proyectos sociales en los que el niño favelado puede pintar ahora su propia tabla de surf o quitarse los piojos con lociones de marca.
Los traficantes no siempre reconocían a sus hijos. Los pequeños huérfanos crecían con las madres, se hacían cada día más grandes, pareciéndose cada vez un poco más al padre. A pesar de estos vacíos, la segregación de la favela unía a sus vecinos, a los desplazados. El contrato social, el acuerdo de derechos y deberes, era con la favela, y no con el asfalto.
De esta manera, la pacificación requiere ser acompañada por un nuevo contrato social entre la favela y el Estado. La comunidad no está compuesta por ladrillos, sino constituida por las relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado. Si en el pasado los niños tenían su contrato con las reglas del tráfico, la pacificación deberá, en cambio, buscar que la sumisión infantil no se repita, y así evitar que el consumo genere un vicio en los niños. Es importante no permitir que se disfrace de acceso a la calidad de vida, a estatus de clase media, y acaben siendo víctimas de la banalidad de las grandes marcas.